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Sin embargo, esta forma de entender la relación Iglesia-Imperio nop puede ser
calificada meramente como cesaropapismo (que dice más de la percepción occidental
de la relación Estado – Iglesia en Bizancio que de la misma concepción bizantina),6
ya
que su aplicación en la práctica encerraba una paradoja. Ésta emergía de la
instrumentalidad del Imperio en el cumplimiento de la providencia divina. Si bien
ambas instituciones eran percibidas como dos funciones complementarias en al plan
divino para el mundo, a la vez su distinción limitaba los alcances de la figura imperial
en su autoridad sobre la Iglesia.
En tanto ambas instituciones derivaban de la providencia divina, es decir, se
incorporaban al Plan divino de la Historia de salvación, la equiparación de ambos
conceptos hace del Emperador el engranaje central en la vida interna de la Iglesia. Esta
posición articuladora del emperador no es resultado, como se ha sostenido, de la mera
“orientalización” de la monarquía romana,7
sino de la particular evolución de la religión
desde el principado.8
Pero si el derecho público romano atribuía al emperador el papel
de pontifex maximus, lo que en la tradición pagana ligada al principado no presentaba
ninguna objeción significativa, en el ámbito cristiano presentaba situaciones difíciles de
resolver desde el punto de vista práctico. El mismo Eusebio intentó resolver esta
paradoja. Por un lado el Emperador, en tanto es un imitador de Cristo incluye en sus
funciones los aspectos sacrificiales de la monarquía y la dota de un carácter casi
sacerdotal. El Emperador estaba revestido de una misión divina, es decir orientar a sus
súbditos a la piedad.9
Esta concepción será desarrollada mas tarde por Justiniano
cuando consideró el rol primordial del Emperador era velar “por esa cosa esencial y
necesaria entre otras, que es la salvación de las almas”
10 para lo cual el Emperador
debe “preservar intacta la pura fe de los cristianos y defender contra toda perturbación
el estado de la muy santa Iglesia Católica y apostólica”
11
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